Así, en el proceso de trabajo sobre esta exposición, he ido descubriendo algo que tenía en la trastienda de la memoria, aunque bien planchadito y guardado entre aromas de espliego y cedro para que ningún bicho altere su sueño. Nunca me alejé de sus iniciales –que suponen mi inicio como persona desde la fecha de nacimiento– pero a veces las ropas, objetos y gentes no soportan el uso o desuso a que la mano del tiempo las somete.
Grabadas en una cuchara, en un reloj o medalla o bordadas con paciencia y primor, en el bolsillo de la camisa, la mantelería o los juegos de sábanas... son manifiesto de una voluntad manifiesta, un empeño por significar el tiempo y la propiedad, pero muestran mucho más: disposición, conocimiento, posibilidad, refinamiento, esfuerzo, distinción... además de suponer en algún caso testimonio de una unión como en mi caso la de mis padres y otras anteriores. Así solo es posible haber llegado hasta aquí.
Un buen día el ciudadano Juan Hernando, mi abuelo H, natural y vecino de Villalmanzo (junto a Lerma) conoció a Da Juana Martínez y entre sus hijos, mi padre D. Mateo lleva el apellido de padre... a su vez otro día el ciudadano Andrés López, el abuelo L, natural y vecino de Lechedo en el Valle de Tobalina frecuentaba llevando ganado la cuenca minera de Vizcaya donde se encontró con su mujer Da Benita Llorente, padres de mi madre Da Concha y mis abuelos maternos. Unas iniciales, en este caso HL, dicen de alguien una parte de su historia más próxima y tal vez remota y son testimonio de la unión entre dos personas, mis padres y abuelos, una familia en el tiempo...
Quien contempla unas letras así grabadas o bordadas en la camisa de popelín e ignora su correspondencia, solo ve en ellas iniciales familiares que ocultan o guardan una historia; pero para quien las conoce están cargadas de sentido: identifica apellidos, tiempo y lugar, afecto y pérdida o tal vez gloria y decadencia. Las circunstancias de la vida no me permitieron conocer a ninguno de los dos abuelos pero he oído parte de su historia y llevo con la dignidad que puedo, sus iniciales. Esta muestra, ¡cómo no!, guarda su impronta, tiene que ver con ellos y con sus pueblos y tierras de Castilla.
La vida en el pueblo estaba construida de trigo, sueños y adobe –barro y paja– que conformaban mi imaginario infantil que giraba en torno a la cosecha, la trilla y las eras, a la uva y los majuelos, la familia, la casa con la alcoba, el fuego bajo con la trébede y las teas, la gloria y el brasero, la cuadra con los cerdos, las gallinas y el Gallardo y Perdigón, dos burros –blanco y negro– grandes como mulas que tanto me costaba llevar a abrevar al pilón... y la vendimia y las bodegas. Tareas que compaginaba haciendo de aprendiz de escudero –más bien larva de zagal– por choperas y ribazos o junto al pastor y su rebaño. Un mundo infantil maravillado, cargado de imágenes, sensaciones, olores, cariño y dureza. Recuerdos de comportamientos y palabras... ejemplos que a pesar del tiempo y la distancia configuraron una memoria, una impronta que se ubica en lo mejor de mi patria infantil.